Antes de reanudar el viaje, aparece el rito más humano del tránsito: la despedida.
No es un adiós doloroso, sino un acto de transferencia afectiva.
Naves espaciales aterrizan para entregar deseos, fuerzas y palabras invisibles que acompañarán al viajero en su nueva etapa.
Quienes quedan atrás no frenan el cambio: lo sostienen desde la distancia.
En el centro, una gran canica transparente —la propia— actúa como contenedor de esa energía emocional.
Su tamaño no es casual: está diseñada para almacenar todo lo bueno que los demás depositan cuando reconocen que el salto es necesario.
Allí se reúnen ánimos, confianza, bendiciones, gratitud, fe y esperanza: todo lo que no pesa, pero impulsa.
Despedida y carga de buenos deseos muestra que ningún viaje interior se hace realmente solo.
Partimos físicamente en soledad, pero partimos cargados de lo que otros desean para nosotros.
Ese capital invisible es el primer combustible del cambio.

